La primera vez que participé en la organización de un festival tenía 16 años. Cuando eres adolescente, vives en una ciudad pequeña y todavía no ha llegado internet, tener los sentidos alerta y refugiarte en la música se hace imprescindible para sobrevivir. Cuando llegué a Madrid, en el año 2000, la música me ayudó de nuevo a sostener la vida, así que me cuesta saber si el oficio al que me dedico fui a buscarlo o me encontró.
Trabajé durante años como realizadora audiovisual y técnico de producción en televisión, giras y festivales, hasta que un impulso y mi gusto por el arte contemporáneo me llevaron a abrir Espora, un espacio dedicado al arte, el diseño y la cultura urbana con el que cumplía el sueño de iniciar un proyecto propio. La experiencia fue tan apasionante que desde entonces confío en una especie de pulsión intuitiva.
Así es como he tenido la oportunidad de participar en la construcción de centros culturales excepcionales como La Tabacalera de Lavapiés o Matadero Madrid, y las ganas para impulsar iniciativas como Queremos Entrar, la plataforma con la que conseguimos modificar la ley que impedía el acceso de los menores a las salas de conciertos en la Comunidad de Madrid, o el Observatorio de Igualdad de Género del Ministerio de Cultura, una propuesta articulada junto a las asociaciones de mujeres MAV, CIMA y Clásicas y Modernas, que fue aprobada en 2017 por el Congreso de los Diputados. Todos ellos proyectos con los que tanto he aprendido sobre mandatos, responsabilidades y diferencias entre lo comunitario, lo público y lo común.
De pequeña me recomendaron ser cuidadosa con mis deseos porque podían hacerse realidad, pero también me enseñaron que imaginando nuevos posibles podíamos cambiar el mundo, y probablemente incluso a mejor, ese es mi compromiso social y la razón por la que me dedico al oficio del arte y la cultura.